viernes, 18 de marzo de 2011

La evaluación como herramienta pedagógica

En el paradigma de la educación tradicional, el método evaluatorio consiste[1] en un examen de los conocimientos que el docente impartió en las clases y el estudiante debió acumular, atesorar, archivar en su cabeza o memorizar.
Esta metodología luego servirá para cuantificar los conocimientos del estudiante y, de esa manera, dar por terminado el ciclo de aprendizaje de esa materia o de ese nivel de la materia en cuestión.
Durante algunas clases anteriores, el educando estuvo recibiendo una serie de contenidos, y estuvo ejercitándose en la manera de resolver cualquier situación conflictiva que luego podría plantearse en el examen.
En ese sentido, el docente más que acercarle las herramientas necesarias para conocer lo nuevo, para que el mismo estudiante pudiera descubrirlo, lo que hizo fue “entrenarlo” en la nueva situación, para que, con alguna receta más o menos memorizada, pudiera resolver situaciones similares. El estudiante, en este paradigma, espera “recetas mágicas” que lo ayudan a llegar a una respuesta adecuada, con la finalidad de obtener una nota que lo exima. Luego, la evaluación se ha convertido en un elemento coercitivo, ya que el estudiante depende de ese resultado para dejar atrás esa materia o ese nivel de la materia, sin importar si esos conocimientos (si acaso hubo un aprendizaje significativo) conservaron alguna relación con conocimientos anteriores, o acaso supondrán accesos a nuevos conocimientos.
En un paradigma donde el conocimiento es una construcción y esa construcción se verifica a través del aprendizaje significativo; la evaluación debería ser parte de ese aprendizaje y por lo tanto, tendría que tener un rol constructivo más que el meramente evaluatorio que suele tener.
Hoy resulta lisa y llanamente imposible desaprobar a un educando, simplemente porque el docente entiende que no alcanzó los objetivos. La justicia pedagógica (la que podría llamarse “justicia escolar”), requiere de “documentos” (evaluaciones memorísticas escritas) que comprueben que el estudiante ha cumplido, o no, con las metas necesarias para aprobar. Ante esto, la evaluación memorística, que nunca había desaparecido, florece revalorizada y justificada.
El mecanismo que mantiene la vigencia de la evaluación memorística es tan complejo y son tantas las variantes que intervienen en este mecanismo, que resultaría muy difícil encontrar la punta del ovillo para poder desentrañar la madeja burocrática que envuelve esta concepción de la educación, tan cercana a la “educación bancaria” de la que hablaba, allá por los años setenta, el educador Paulo Freire[2]. De todas maneras, esto no significa que no pueda utilizarse la evaluación tradicional, escrita, para abonar un aprendizaje significativo.
Sólo se trata de repensar las evaluaciones de manera tal de que las respuestas a los nuevos desafíos no sean meros ejercicios de fórmulas y mecanismos aprendidos de memoria.
En la transversalidad de los conocimientos, en la interdisciplinaridad de los problemas a resolver, está la clave para que la evaluación no convierta en eterna a una pedagogía asincrónica.
 
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[1] Me hubiera gustado escribir “consistía”, pero lamentablemente, el criterio aún, en el siglo XXI, subsiste.[2] “Pedagogía del oprimido”, Paulo Freire, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2002.