domingo, 24 de abril de 2011

CAMBIEMOS EL CALENDARIO

Cuando recorremos el calendario y buscamos los benditos feriados bajo la esperanza de que “caigan” en día hábil, con la frase: “¿A ver qué cae?”, prestamos muy poca atención a lo que en realidad vamos a encontrar. Como si acaso la fecha hubiera perdido el motivo que la originó. O peor, como si la fecha siempre hubiera existido, nada más que para darnos un día de descanso.
Entonces, podemos descansar un 17 de agosto y sólo unos pocos sabemos que se conmemora el fallecimiento del General José Francisco de San Martín (algunos, hasta dicen: “se festeja”).

Algo similar, o tal vez peor, ocurre con el 20 de junio, que la gran mayoría tiene incorporado como “el día de la bandera”, cuando en realidad, se ha determinado ese día para conmemorar nuestro pabellón nacional, porque justamente, ese día en 1820, falleció el General Manuel Belgrano. Incluso, sabemos que falleció siendo General de la Nación, pero en realidad fue un excelente economista, escritor, político y hasta periodista.

También existen fechas olvidadas. La mayoría, porque “no convienen” recordarlas. Son las “fechas malditas” que podrían causar una profunda reflexión y modificación de la historia que conocemos de nuestro país. Esa historia oficial, acartonada y falsa que nos han contado desde 1880, cuando la oligarquía y la barbarie tomaron el poder.

Me refiero más precisamente a personaje de nuestra historia como Mariano Moreno, Domingo French, Antonio Luis Beruti, y hay más.

La historia apenas nos cuenta que Marino Moreno era abogado, fue secretario de la Primera Junta de gobierno (en rigor de la verdad esa “Primera Junta”, fue la segunda) y, en el mejor de los casos, nos cuentan que escribió el “Plan de Operaciones”, pero nos dicen que posiblemente no fuera él quién lo escribió; aunque luego no nos dicen si acaso no fue él, quién fue. En fin.

En este mismo sentido, la “historia oficial” que nos han contado desde entonces, no sólo ocultó a personajes importantísimos de nuestra historia, sino que también les cambió el appel que jugaron, como el caso de French y Beruti, otorgándoles la tarea de “repartidores de escarapelas”, cuando en realidad fueron activistas: “Durante la Semana de Mayo, apoyó entusiastamente la Revolución. El día 21 de mayo la Plaza de la Victoria (hoy Plaza de Mayo) fue ocupada por unos seiscientos hombres armados encabezados por Domingo French y Antonio Luis Beruti, agrupados bajo el nombre de chisperos, que exigían a gritos la convocatoria a un Cabildo abierto y la destitución del Virrey Cisneros. Alarmado por el tumulto en la plaza, el Virrey aceptó la convocatoria para el día siguiente y llamó a Cornelio Saavedra, comandante del Regimiento de Patricios, para que tranquilice a los vecinos que estaban en la plaza. Saavedra comunicó a los “chisperos” la convocatoria a un Cabildo Abierto para el día 22 de mayo y pidió que se calmaran los ánimos.” (de Wikipedia).

Con el mismo criterio, el de acallar algunas voces que no “contribuían” a construir esa Argentina en donde el gaucho y el indio no tendrían lugar, se decidió, conmemorar las muertes de los patriotas, de los héroes y de los próceres, logrando así, enlutar una fecha que debería ser de festejo y esperanza.

La historia debería ser ejemplo y al mismo tiempo un faro para las generaciones, de manera que todos quisieran ser aquellos hombres que forjaron la patria, que dieron sus vidas por un ideal.

Es por eso que propongo que cambiemos tristeza y muerte, por felicidad y vida. ¿Qué diferencias puede haber si en lugar de conmemorar en una fecha lo hiciésemos en otra? Seguramente ninguna a los efectos de recordar nuestra historia, pero ¡qué gran diferencia es festejar en lugar de conmemorar!

Festejemos el nacimiento de Manuel Belgrano, festejemos el nacimiento del general San Martín, ¿acaso no festejamos el nacimiento de la revolución de mayo y el nacimiento de nuestra patria el día de la declaración de la independencia aquel 9 de julio?

“Un pueblo triste es más fácil de dominar. No dejemos que nos roben la alegría”, dijo el presidente de Ecuador, Rafael Correa; hagamos nuestras esas palabras y apostemos a la vida, a la lucha, a la alegría y a la libertad. Cambiemos el calendario.

viernes, 18 de marzo de 2011

La evaluación como herramienta pedagógica

En el paradigma de la educación tradicional, el método evaluatorio consiste[1] en un examen de los conocimientos que el docente impartió en las clases y el estudiante debió acumular, atesorar, archivar en su cabeza o memorizar.
Esta metodología luego servirá para cuantificar los conocimientos del estudiante y, de esa manera, dar por terminado el ciclo de aprendizaje de esa materia o de ese nivel de la materia en cuestión.
Durante algunas clases anteriores, el educando estuvo recibiendo una serie de contenidos, y estuvo ejercitándose en la manera de resolver cualquier situación conflictiva que luego podría plantearse en el examen.
En ese sentido, el docente más que acercarle las herramientas necesarias para conocer lo nuevo, para que el mismo estudiante pudiera descubrirlo, lo que hizo fue “entrenarlo” en la nueva situación, para que, con alguna receta más o menos memorizada, pudiera resolver situaciones similares. El estudiante, en este paradigma, espera “recetas mágicas” que lo ayudan a llegar a una respuesta adecuada, con la finalidad de obtener una nota que lo exima. Luego, la evaluación se ha convertido en un elemento coercitivo, ya que el estudiante depende de ese resultado para dejar atrás esa materia o ese nivel de la materia, sin importar si esos conocimientos (si acaso hubo un aprendizaje significativo) conservaron alguna relación con conocimientos anteriores, o acaso supondrán accesos a nuevos conocimientos.
En un paradigma donde el conocimiento es una construcción y esa construcción se verifica a través del aprendizaje significativo; la evaluación debería ser parte de ese aprendizaje y por lo tanto, tendría que tener un rol constructivo más que el meramente evaluatorio que suele tener.
Hoy resulta lisa y llanamente imposible desaprobar a un educando, simplemente porque el docente entiende que no alcanzó los objetivos. La justicia pedagógica (la que podría llamarse “justicia escolar”), requiere de “documentos” (evaluaciones memorísticas escritas) que comprueben que el estudiante ha cumplido, o no, con las metas necesarias para aprobar. Ante esto, la evaluación memorística, que nunca había desaparecido, florece revalorizada y justificada.
El mecanismo que mantiene la vigencia de la evaluación memorística es tan complejo y son tantas las variantes que intervienen en este mecanismo, que resultaría muy difícil encontrar la punta del ovillo para poder desentrañar la madeja burocrática que envuelve esta concepción de la educación, tan cercana a la “educación bancaria” de la que hablaba, allá por los años setenta, el educador Paulo Freire[2]. De todas maneras, esto no significa que no pueda utilizarse la evaluación tradicional, escrita, para abonar un aprendizaje significativo.
Sólo se trata de repensar las evaluaciones de manera tal de que las respuestas a los nuevos desafíos no sean meros ejercicios de fórmulas y mecanismos aprendidos de memoria.
En la transversalidad de los conocimientos, en la interdisciplinaridad de los problemas a resolver, está la clave para que la evaluación no convierta en eterna a una pedagogía asincrónica.
 
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[1] Me hubiera gustado escribir “consistía”, pero lamentablemente, el criterio aún, en el siglo XXI, subsiste.[2] “Pedagogía del oprimido”, Paulo Freire, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2002.